ANGUSTIA.

Se levantó con una gran angustia. Todo el día no hizo más que pensar en la cita de la tarde. Los segundos del día los contó uno a uno, deseaba que llegara luego el momento, pero, a la vez, le hubiera gustado que ese día no hubiera existido.
Hace un año que no lo veía. Tiempo que había parecido una eternidad. La última vez había sido terrible, el dolor que se le asomó entre la espina y la médula no lo quería volver a sentir. Había evitado de todas las formas posibles el encuentro. Pero el último tiempo iba adquiriendo carácter de urgente. Podía no ir, pero sentía que debía enfrentarlo. A la hora de almuerzo, estaba decidida a cancelar la cita. Y después de éste, la angustia se le hizo tan fuerte, como un torniquete que apretaba cada una de las fibras de sus intestinos. Tuvo que marcharse a su casa. Camino a ésta decidió que había que enfrentarlo. Sin embargo, al llegar, se metió en la cama y con la misma convicción resolvió no ir. A las seis y media se dio una ducha, tenía media hora para arreglarse. Mientras maquillaba arábicamente su ojo, con un lápiz dorado, se asombro de la belleza de su rostro, y pensó que no tenía nada que temer. La vida le pertenecía. A la siete y media tomó la cartera, y a pesar, de su firme decisión las piernas le temblaron. El mismo temblor, se repitió al apretar el timbre de la oficina del dentista.

VUELO

La había visto caminar, cadenciosa, por Condell. Recuerda la primera vez. Empinada sobre unas sandalias verde amarillas, que delineaban la pierna hasta la rodilla, e inmediatamente se vio hurgando como un ratero sediento los nichos húmedos de la hembra. Queriendo atraparla en su retina, ya que no podía en sus sábanas, la siguió hasta la Plaza Aníbal Pinto, deleitándose con el escote que le bajaba por la espalda hasta terminar en las caderas, que de buena gana, hubiera jalado y domado.
Esa noche despertó empapado, sin imaginar, que estaba cautivo de la euritmia, que brotaba de la mujer al desplazarse o más bien levitar por entre los mortales de Valparaíso, que no dejaban de mirar, o chocar, mientras, ella aromatizaba el aire con esencias de avellana.
Durante semanas, al mediodía, se paseo desde el Turri a la plaza Aníbal Pinto, oliendo el aire como un lobo perdido, que desea recuperar sus atávicos nichos. Al mes, abandonó trabajo y amigos, para sentarse durante todo el día a vigilar el paso de la mujer, a la cual nunca volvió a ver, hasta el día aquel, en que luego de un intenso ruido al cual lo siguió un dolor indefinible, vio Valparaíso desde el aire y a la mujer tras el parabrisas del auto que acababa de matarlo.

DESDE EVA.

Desde Eva las mujeres debían parir con dolor. Esto marcaba un hito en la historia de la humanidad. Las mujeres de generación en generación se iban contando, de la forma más detallada posible, los dolores del parto. Todas ellas esperaban triunfales el día del gran momento de dolor, en que probarían con certeza su naturaleza de mujer.

Por eso su decepción fue apoteósica, lloró durante una semana después del parto y se convenció que el no haber sentido los dolores, probaba su incapacidad de ser madre. Entregó al niño en adopción.

Sofía.

Yo sé que están aquí, claro porque yo dejo las cosas en un lado y aparecen en otro…cuando estaba la Sofía yo sabia que era ella, por eso la eché, le dije que se fuera, que si me iba a andar jodiendo mejor que se fuera. Claro, ella siempre me lo negaba, me enojaba tanto que me dijera que ella no había tomado las cosas. Creen que uno está loco, pero no, yo se donde dejo las cosas. El otro día tenía toda mi ropa colgada en el closet y después apareció colgada en el living, son ellos. Seguro que la Sofía de pura enojada los metió en la casa.

La Sofía vivía con unas viejas que la pasaban retando no más, por eso le dije que se viniera para la casa, igual yo necesitaba alguien que me ayudara, porque viejo ya no podía con las cosas, pero al poco rato de llegar empezó a esconderme todo, yo se lo advertí desde un principio

-Sí me vas andar haciendo bromas las cosas no van a funcionar- claro porque igual era rico dormir con una mujer después de tanto tiempo, pero no era para que le hicieran la vida difícil a uno.

Y ahora aparecieron ellos, no los he visto aún, pero me esconden las cosas, la Sofía los mando.

PERFECTO

Él era perfecto. La sonrisa perfecta, el porte perfecto, la ropa perfecta. Nunca una palabra fuera de lugar. Siempre a tiempo con las reuniones y citas. El gesto adecuado en el momento adecuado.

Arreglo el lugar a la perfección, cubrió los sillones con una tela perfectamente impermeable, saco la alfombra perfectamente enrollada, y fue perfecta la bala que eligió para atravesarle el cráneo.

VUELO

La había visto caminar, cadenciosa, por Condell. Recuerda la primera vez. Empinada sobre unas sandalias verde amarillas, que delineaban la pierna hasta la rodilla, e inmediatamente se vio hurgando como un ratero sediento los nichos húmedos de la hembra. Queriendo atraparla en su retina, ya que no podía en sus sábanas, la siguió hasta la Plaza Aníbal Pinto, deleitándose con el escote que le bajaba por la espalda hasta terminar en las caderas, que de buena gana, hubiera jalado y domado.
Esa noche despertó empapado, sin imaginar, que estaba cautivo de la euritmia, que brotaba de la mujer al desplazarse o más bien levitar por entre los mortales de Valparaíso, que no dejaban de mirar, o chocar, mientras, ella aromatizaba el aire con esencias de avellana.
Durante semanas, al mediodía, se paseo desde el Turri a la plaza Aníbal Pinto, oliendo el aire como un lobo perdido, que desea recuperar sus atávicos nichos. Al mes, abandonó trabajo y amigos, para sentarse durante todo el día a vigilar el paso de la mujer, a la cual nunca volvió a ver, hasta el día aquel, en que luego de un intenso ruido al cual lo siguió un dolor indefinible, vio Valparaíso desde el aire y a la mujer tras el parabrisas del auto que acababa de matarlo.

PASÓ.





Pasó parsimoniosa frente del viejo café Riquett, pasó mesurosa por Condell, pasó distraída por el último paso de cebra sin semáforo, pasó nostálgica por la remodelación de la Plaza Echaurren. Pasó indiferente por el lado de su tristeza mientras su vida se estrellaba en las rocas del acantilado.